jueves, 28 de octubre de 2010
jueves, 14 de octubre de 2010
LA ILUSTRACIÓN
El siglo XVIII fue la manifestación de las nuevas ideas que alteraron la vida política, económica y cultural de la época. Fue llamado el "siglo de las luces" donde se desarrolló un movimiento filosófico y cultural que se llamó iluminismo o ilustración.
Se reflexionó sobre el hombre y el mundo: creían en el poder de la razón cuya única facultad era iluminar el pensamiento de los hombres y hacerlos ilustrados. Su postura era optimista y su fe en el progreso constante. El hombre y su felicidad eran el centro de su meditación. La felicidad era un bien a perseguir y alcanzar.
Así rugieron nuevas ideas como: igualdad política, tolerancia y religión natural.
Denis Diderot y Jean DÁlembert editaron la Enciclopedia como obra cuyos artículos ordenados alfabéticamente, estaban firmados x las figuras de la época: Voltaire, Montesquieu, Helvetius, Buffon, Rousseau,Turgot, etc.
En ella se agruparon todos los conocimientos científicos para compendiar la cultura de la época. A esta Enciclopedia se la llamó también, Diccionario Razonado de las ciencias, artes y oficios. Fue el órgano de sus pensadores y rectora de la opinión pública. Sus artículos se difundieron y desarrollaron atracción y lugar de referencia para las ideas que conducirían a la Revolución Francesa y el inicio de la burguesía nacionalista.
miércoles, 6 de octubre de 2010
Luis XIV: MEMORIAS SOBRE EL ARTE DE GOBERNAR
Ante un libro como éste - instrucciones ''ad usum Delphinis'' -, precisamente para su aún pequeño hijo y malogrado sucesor, se acumulan consideraciones muy contradictorias: no es corriente que un rey escriba de su propia mano, como es el caso (la ayuda de varios secretarios no rebasó las funciones del amanuense), y lo haga con un estilo tan lleno de claridad y elegancia, extremadamente alejado de la retórica (quizá porque no estaba destinado a la publicación). Por otro lado, Luis XIV redacta estas ideas en plena juventud (alrededor de los treinta años, aunque algunos fragmentos sean algo posteriores), factor que no concuerda con la experiencia aquí vertida, experiencia que aparece siempre en el fondo de todos los razonamientos. Pero lo más sorprendente es la acusada -si no absoluta- incompatibilidad entre la imagen que de sí mismo pretende dar, del modelo que trasmite al Delfín como quintaesencia del ''arte de gobernar'', y lo que nosotros sabemos sobre su actuación real, tras un prolongadísimo reinado. Podría pensarse que a esta circunstancia se debe tan incongruencia, si no fuera porque algunas de las más evidentes contradicciones - la referente a los escándalos de la vida privada, por ejemplo - ya eran manifiestas en tan tempranas fechas (hacia 1670); para corroborarlo basta con leer las cartas de Bossuet que cierran este mismo volumen, exhortando al rey a moderar sus apetitos.
Comenzaremos, sin embargo, por los rasgos positivos, aquellos que ofrecen un paralelismo entre sus palabras y los hechos. De ellos resalta, en primer lugar, su voluntad de ejercer el poder personalmente, sin la interposición de un primer ministro; justifica, eso sí, la tardanza relativa en asumir ese papel tanto por el respeto y cariño que sentía por el cardenal Mazarino como por el temor que su inexperiencia le procuraba; una vez dio el paso (a los veinte años) se obligó a sí mismo a dedicar la mayor parte de su tiempo a despachar con sus colaboradores, cada uno de los cuales recibió una tarea específica. La elección de estos ministros, limitada a una minoría con experiencia, de la que había que excluir a los que por su propia condición social se vieran a sí mismos más como partícipes del poder real que como servidores, siempre tenía un margen de error o una reserva respecto a su honorabilidad, de modo que, llegado el caso, el rey prescindiese de ellos: así sucedió al poco tiempo, como sabemos, con el superintendente de Hacienda, Fouquet, tras la famosa y fastuosa recepción que el corrupto ministro le hizo al rey en su lujoso palacio de Belle-Isle (y que tan plásticamente nos cuenta Alejandro Dumas).
También hay afinidad entre recomendaciones que hace sobre la cortesía y amabilidad, y su conducta. Eso lo sabemos incluso a través de un hombre quisquilloso al respecto, el duque de Saint-Simon. Y en la misma línea está la opinión sobre la forma dosificada de otorgar mercedes, procurando premiar méritos pero sin que la excesiva generosidad afectase a las finanzas del reino o crease envidias que, a la larga, volviesen contra el rey el ánimo de muchos: esto lo llevó a la práctica con gran éxito, y no es el ejemplo menos significativo el uso que hizo de la concesión del ''Cordón Azul'' (de la Orden del Espíritu Santo), con un mínimo de beneficios materiales pero objeto de interés, y aún de obsesión, para los pocos que aspiraban a obtenerlo.
Si, por el contrario, nos fijamos en las disparidades, el filón es casi inagotable: en las Memorias muestra reiteradamente la inconveniencia de utilizar la guerra si no es como último recurso justo y necesario; es verdad que más de una vez prefirió subvencionar con dinero a otros soberanos para conseguir con menor esfuerzo y sacrificio para sus súbditos los mismos objetivos (tal es el caso, recogido aquí también aparte, de la negociación llevada a cabo a poco de asumir el poder (1661) ante el rey Carlos II de Inglaterra - recién restaurado - con el fin de que éste, a través de su matrimonio con una infanta portuguesa y los dos millones de libras que secretamente le suministraría él, defendiera la independencia, poco antes conseguida, del reino peninsular, defensa que Francia no podía ejercer de modo abierto a los dos años de la firma de la Paz de los Pirineos con España, presunta agresora de aquél). Pero sabemos que durante más de cuarenta años el ''Rey Sol'', lejos de economizar sus recursos, los derrochó en guerras interminables dejando al país al borde de la ruina; él mismo fue consciente, demasiado tarde, de este error, al enfrentarse, ya al final de su reinado, con toda Europa para asentar en el trono español a su nieto Felipe V; la amargura, mayor al ver a éste no seguir sus consejos (así se expresa en dos de las cartas que le dirige, y que forman sendos anexos del libro) le hace lamentarse de la situación límite a que ha llegado su capacidad de encontrar hombres y dinero, lo que le autoriza a insinuarle, en el catastrófico año de 1707, la inminencia de un tratado de paz que permita la recuperación de su país.
Teniendo sin duda en la mente el ejemplo turco, se enorgullece de que en Francia el rey sea una persona accesible a todos, al contacto con su pueblo, en mayor medida que los demás monarcas europeos. No hace falta que resaltemos lo poco que esta afirmación se compatibiliza con la creación del oasis cortesano de Versalles, raíz de la progresiva distancia entre reino y rey, tan relacionada con los acontecimientos de finales del siglo XVIII. En este caso, Luis XIV también contraviene otra de sus máximas, la de no cargar a sus súbditos llanos con excesivos tributos. Si en las Memorias parece un trasunto de su abuelo Enrique IV, para quien el bienestar mínimo de sus súbditos debiera estar garantizado (como dice aquí, unos ciudadanos con su propio esfuerzo, otros con la ayuda del Estado para su subsistencia digna), en la realidad convirtió a Francia en una fuente de recursos cada vez más exprimida hasta poner en peligro de inanición a gran parte del reino.
El poder del rey, dice, es absoluto; el monarca es el amo, y en esto lamenta la situación de otros príncipes, como el emperador de Alemania, anulado de hecho por el carácter electivo de la Corona Imperial; Francia, continúa, es el país más respetado precisamente porque en él la autoridad de la monarquía ha llegado a ser incuestionable (aunque la propensión francesa a las revoluciones es la gran esperanza de sus enemigos). Sólo así el rey justifica su función, que es defender al débil del fuerte; la ley ha de cumplirse con rigor por el mismo motivo y para evitar estados de opinión que favorezcan los abusos. Si la autoridad del rey, y sólo del rey, viene de Dios, se ha de ejercer mediante el sentido común, a través de la experiencia y la razón (de acuerdo con lo que pocos años después afirmaría Bossuet al definir la monarquía como de origen divino, absoluta y sometida a la razón). No parece muy ajustado a ello lo que más bien es arbitrariedad, como sucedió con la abolición del Edicto de Nantes y la expulsión de los hugonotes.
El atributo más importante derivado de ese poder absoluto es la justicia. El rey se lamenta de las pretensiones de los Parlamentos a asumir la soberanía en este terreno, y denuncia con la misma fuerza la incompetencia y venalidad de los magistrados; parece dispuesto a recuperar en su beneficio tales prerrogativas (otra vez tenemos en el mismo volumen la prueba que confirma sus palabras, en la carta que dirige al intendente de Flandes para anunciar su próxima visita y su intención de impartir justicia personalmente a quienes así se lo pidan). Que sepamos, ni abolió tales Parlamentos, ni modificó el sistema de acceso a los oficios a ellos vinculados; a lo sumo practicó de vez en cuando el procedimiento del ''lit de justice'' para obligar al de París a registrar los decretos reales.
La estrecha vinculación de la legitimidad real con el origen divino del poder permitió a Luis XIV declararse a sí mismo imagen de Dios en la Tierra ante sus súbditos, pero ante sí mismo le obliga a dar cuenta del ejercicio de ese poder, aunque naturalmente no a aquéllos, sino a su propia conciencia; el rey está sometido a las limitaciones que la finalidad del buen gobierno para el que ha sido llamado establece.
Este carácter de ''ungido'' que asume el monarca francés le da también potestad de control sobre la Iglesia, cuya noble misión no implica dejar a los eclesiásticos dirigirse a sí mismos; entre éstos hay hombres con las mismas ambiciones e intereses particulares que las de los hombres corrientes. Por ello, el rey debe exigirles obediencia, si bien en este caso resulta más difícil ejercer la autoridad, como bien se demostró en relación con el cardenal de Retz, arzobispo de París, protector de los jansenistas (éstos, aun sin ser nombrados directamente en las Memorias, aparecen como elementos disolventes que atentan no sólo contra la dignidad de la monarquía, sino que son una peligrosa fisura en el cuerpo de la Iglesia), pues aquí la autoridad del Papa introduce una limitación en la independencia total del monarca; en tales situaciones no hay otro remedio que recurrir a medios indirectos, a negociaciones, sin olvidar nunca reafirmar las regalías de la Corona, tan antiguas según él como ésta misma. El rey se declara, abiertamente, propietario eminente de los bienes de la Iglesia y no admite el principio según el cual el brazo eclesiástico, al votar los subsidios a la Corona, no hace otra cosa que aliviar voluntariamente a aquélla; como en el caso de la justicia, se trata de la consecuencia, en etapas anteriores, de la relajación de la autoridad monárquica, una dejación aprovechada hábilmente por el clero para autoconcederse esa autonomía financiera. Lisa y llanamente se autoriza el rey a sí mismo a disponer de tales bienes si la necesidad lo hace indispensable. Lo hizo así? La verdad es que no. Es cierto que utilizó las rentas concretas de muchos beneficios eclesiásticos para conceder pensiones y sinecuras a miembros de la nobleza, pero en ningún momento tomó decisiones drásticas del tenor aquí anunciado.
En cuanto a la nobleza, no hace otra cosa que elogiarla. La considera todavía como el estamento que se sacrifica en sus personas y rentas para auxiliar al rey en la guerra; en varias ocasiones la identifica con las personas de calidad o de ilustre nacimiento, y es esa calidad la que exige prudencia al príncipe evitando que acceda a lo que le parece a esa nobleza algo lógico: compartir el poder con el rey. En esto último siguió los pasos que esa prudencia le marcaba, pero en lo referente a la función militar no pudo haber más disparidad con la conducta que el rey siguió desde el principio, o al menos desde que Louvois se encargó de la secretaría de Guerra; fue una verdadera revolución, como el indignado Saint-Simon dirá más tarde: un nuevo ejército profesional, con cuadros de mando formando escalafón, con el fin del monopolio de la alta nobleza en la oficialidad y con una dependencia burocrática antes desconocida.
Si hacemos, pues, abstracción de lo que el mismo Luis XIV tomó de sus reflexiones, nos queda considerar la valoración que nos merecen aquéllas; cualquiera puede descubrir en ellas el programa que, en mayor o menor medida, llevarán a cabo los monarcas ilustrados, y en este sentido es quizá el documento más valioso. Y atendiendo a nuestra propia época, se nos ocurre que, desaparecida la monarquía absoluta, parece ocioso atribuirle virtudes que a nadie se dirigen, pero no sería inútil que los gobernantes actuales, al frente de Estados más absolutos que aquél en cuanto a sus instrumentos de acción, se hicieran eco de la llamada a la moderación que en estas páginas se recomiendan:
''Ejerciendo en este mundo una función completamente divina, debemos aparecer como incapaces de agitaciones que puedan rebajarla. Y si bien es verdad que nuestro corazón, no pudiendo desmentir la debilidad de su naturaleza, siente nacer a pesar suyo estas vulgares emociones, al menos nuestra razón debe ocultarlas inmediatamente cuando puedan perjudicar al bien público para el cual hemos nacido''.
Bibliografía:
Conrado García Alix, "Comentarios Historiográficos" 8 de junio de 1999 en:
EL ABSOLUTISMO
“El soberano del Estado (absolutista) tiene con respecto a sus súbditos solamente derechos y ningún deber (coactivo); el soberano no puede ser sometido a juicio por la violación de una ley que él mismo haya elaborado, ya que está desligado del respeto a la ley popular.”
Norberto Bobbio, Nicola Matucci y Gianfranco Pasquino. Diccionario de Política, México, Siglo Veintiuno,1998, p. 109.
El absolutismo es una forma de gobierno donde el poder reside en una única persona, por tanto, no rinde cuentas al parlamento o los representantes de la sociedad en general. Este modelo de poder ejercido plenamente durante el siglo XVI y hasta la primera mitad del siglo XIX cuando la revolución parlamentaria con la voz de la ilustración modifico la organización política, económica y cultural que inició la Edad Contemporánea.
Los orígenes del absolutismo tiene lugar en Francia, donde se desarrollo la teoría del derecho divino: Dios con su representante en la tierra, el Papa, nombra en el gobierno absolutista al heredero al poder por derecho divino.
Por lo general, el rey absolutista mantiene un trato paternal con el pueblo, aunque también muestra su despotismo cada vez que lo consideraba necesario. Se le atribuye frecuentemente la frase "L'État, c'est moi" "yo soy el Estado", "yo soy la ley" a Luis XIV, el Rey Sol, que reinó desde 1643 a 1715. Más allá de que el poder se centralice en una única persona, el régimen absolutista cuenta con burócratas y funcionarios públicos que se encargan de la administración de los bienes de las leyes ejercidas sobre el pueblo, delegados y embajadores para tratados comerciales y asuntos de guerra donde el ejército mantiene el orden. Luis XIV antes de morir dijo: «Je m'en vais, mais l'État demeurera toujours» "Me marcho, pero el Estado siempre permanecerá". No fue así.
Luis XV y su esposa Madame de Pompadour sabían que el desgaste del absolutismo basado en la monarquía hereditaria que ellos representaban entraba en una gran crisis histórica que cambiaría radicalmente el mundo moderno, el fin del Antiguo Régimen iniciado con la Revolución Francesa en 1789. Luís XV adelantaba su pronóstico 1770 con esta frase: "après moi, le déluge", "después de mi el diluvio".
Luis XV y su esposa Madame de Pompadour sabían que el desgaste del absolutismo basado en la monarquía hereditaria que ellos representaban entraba en una gran crisis histórica que cambiaría radicalmente el mundo moderno, el fin del Antiguo Régimen iniciado con la Revolución Francesa en 1789. Luís XV adelantaba su pronóstico 1770 con esta frase: "après moi, le déluge", "después de mi el diluvio".
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